terça-feira, 11 de setembro de 2007

Fruição

"Llegó, por fin, una mañana en que se le desprendieron a Ramiro las escamas de la vista y, purificada ésta, vio claro con el corazón. Rosa no era una hermosura cual él se había creído y antojado, sino una figura vulgar, pero con todo el más dulce encanto de la vulgaridad recogida y mansa; era como el pan de cada día, como el pan casero y cotidiano, y no un raro manjar de turbadores jugos. Su mirada, que sembraba paz, su sonrisa, su aire de vida, eran encarnación de un ánimo sedante, sosegado y doméstico. Tenía su pobre mujer algo de planta en la silenciosa mansedumbre, en la callada tarea de beber y atesorar luz con los ojos y derramarla luego convertida en paz; tenía algo de planta en aquella fuerza velada y a la vez poderosa con que de continuo, momento tras momento, chupaba jugos de las entrañas de la vida común ordinaria y en la dulce naturalidad con que abría sus perfumadas corolas. ¡Qué de recuerdos! Aquellos juegos cuando la pobre se le escapaba y la perseguía él por la casa toda fingiendo un triunfo para cobrar como botín besos largos y apretados, boca a boca; aquel cogerle la cara con ambas manos y estarse en silencio mirándole al alma por los ojos y, sobre todo, cuando apoyaba el oído sobre el pecho de ella, ciñéndole con los brazos el talle, y escuchándole la marcha tranquila del corazón le decía: ¡Calla, déjale que hable!. "
(Fragmento de La tía Tula, de Miguel de Unamuno)

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